Sainete, basura, piedras, manos y árbol
Me pongo una falda blanca, una camiseta marrón y unas sandalias a juego. Llamo a las perras. Les pongo el collar. Salgo de mi casa. Recorro la calle, atenta a sus pasos. Observo a las perras. Observo la calle. Miro la esquina de los contenedores. Sigo andando. Algo más allá, entreverados de verde, una pareja de rumanos buscando entre los despojos probablemente encuentren algo. Sigo caminando. Sandalias, falda, camiseta y perras a mi lado. Paso delante de la única casa de puertas abiertas. Es una vieja casa de pueblo. Ahora ya ni en este pueblo se dejan las puertas abiertas. Pero esta casa es distinta: en una puerta viven rumanos y, en la otra, latinoamericanos. Miro con discreción hacia el escueto balcón habitado: un torso masculino se acurruca en un teléfono. Desde la acera de enfrente oigo el melódico canto: ¿Cómo tú estás, mi vida? ¿Y la nena? Yo bien, todo bien... Y sigo caminando y, mientras camino despacio, con las perras a mi lado, voy perdiendo esa voz y esa historia